Sunday, November 10, 2019

La desaparición de Elisabeth Fritzl



     
     Un día cualquiera de agosto de 1984 en la ciudad de Amstetten, Austria, Elisabeth Fritzl bajó al sótano para ayudar a su padre Josef con una puerta: solo tenía que sostenerla en el marco mientras él la reparaba. Cuando se disponía a subir su padre le tapó la nariz y la boca con un trapo empapado en éter. Con ese desmayo se sumergió en un mundo de oscuridad que duraría años.
Fritzl venía construyendo lo que sería su complejo carcelario desde que obtuvo permiso del gobierno en los años setenta. No fue difícil que los funcionarios estatales concedieran la autorización para hacer construcciones subterráneas, al fin y al cabo la Guerra Fría estaba en auge y no estaban lejos de la frontera que los dividía de la Unión Soviética. Construir un bunker nuclear era tan normal y necesario como agrandar la cocina. El ayuntamiento local incluso le ayudó a financiar los costos. Extremadamente meticuloso, Josef se hizo del concreto y de los elementos de acero por medio de las compresas de construcción donde había trabajado. Inicialmente la construcción tenía dos accesos: una pesada puerta con bisagras y una puerta de metal reforzada con concreto operada a través de un control remoto. En total había que atravesar seis puertas para llegar al sótano; la última puerta era la que la misma Elisabeth ayudó a instalar.

     Cuando Fritzl dijo a su familia y amigos que su hija había huido para unirse a una secta le creyeron porque antes de que su padre la encerrase Elisabeth había intentado escapar en varias ocasiones. Pero en realidad la muchacha nunca se fue. 
Durante los veinticuatro años siguientes la vida de Elisabeth fue un horror, en un lugar con el aire viciado, frío, húmedo y habitado por ratas que a veces tenía que atrapar con sus propias manos, escurrir con un trapo el agua que corría por las paredes. Pero lo peor era el verano, cuando sus habitaciones se convertían en un sauna, la peor época del año, según ella escribiría en un calendario.
Durante ese período Mikhail Gorvachov propuso la perestroika y glasnost, el reactor de Chernobyl explotó, se empezó a usar el ADN para identificar a los criminales, cayó el Muro de Berlín, Nelson Mandela salió en libertad, O.J. Simpson fue arrestado y juzgado por homicidio, surgió el euro, la enfermedad de la vaca loca, la tecnología siguió avanzando: surgieron los teléfonos móviles e Internet. Mientras para todos el mundo seguía adelante, para Elisabeth el tiempo se había detenido. Al principio Fritzl le ataba las manos tras la espalda con una cadena de metal que ataba a una barra tras la cama, solo podía moverse medio metro a cada lado de la cama. Dos días más tarde su libertad se amplió cuando la cadena pasó de las muñecas a la cintura, pero pasados entre seis a nueve meses de su encarcelamiento le quitó la cadena porque “interfería con la actividad sexual con su hija”, de acuerdo con el sumario.
      

     A partir del segundo día de su secuestro hasta su liberación en abril de 2008 Fritzl abusó de ella varias veces al día. De estas violaciones nacieron siete hijos, que en la medida que crecían presenciaban el abuso. Tres de los  niños permanecerían bajo tierra, sin ver la luz hasta el año 2008. Los otros tres aparecerían misteriosamente en la puerta de la familia, y serían criados por Fritzl y su esposa Rosemarie, los niños que supuestamente la hija que estaba en la secta les dejaba en el portal de su casa para que los criasen como propios, y todo eso sin que Rosemarie ni las autoridades sospechasen nada. Elisabeth escribía las cartas que su padre le dictaba, que hacía kilómetros para depositarlas en el correo, cartas que Rosemarie recibiría, donde se explicaba que ella no podía cuidar a los niños. En realidad le partía el corazón que la separasen de sus hijos pero al mismo tiempo estaba feliz de que los hijos que vivían «arriba» tenían una vida mejor a la que llevaban los que languidecían bajo tierra.
Uno de sus hijos, un gemelo llamado Micahel, murió al rato de nacer en el año 1996. Nació con problemas respiratorios severos y falleció en brazos de su madre con 66 horas de vida. Fritzl admitió haberse deshecho del cuerpo del bebé en un incinerador.
Un padre ejemplar.
La defensa inicial de Fritzl era que Elisabeth era una niña caprichosa y que lo único que él pretendía era protegerla del mundo exterior. Según su criterio la compañía de su padre era mejor que las drogas, el alcohol y las malas compañías que podían ejercer una mala influencia sobre ella. La maravillosa defensa de su abogado consistió en pintarlo como un padre preocupado que dedicó tiempo y dinero a la manutención de dos familias, y que incluso tuvo el detalle de llevar un árbol de Navidad a las celdas de su familia subterránea, así como libros escolares, una pecera e incluso un canario, el mal gusto de su abogado defensor llegó al punto de argumentar que el hecho de que el pájaro haya sobrevivido constituía prueba suficiente de que el aire en el sótano no era tan malo después de todo.
En reiteradas ocasiones le pegó y la pateó. También la sometió a humillaciones y abusos sexuales, obligándola incluso a repetir escenas que sacaba de películas pornográficas violentas. Este abuso le provocó daño físico y psicológico.
                 

     Los primeros cinco años los pasó completamente sola, él rara vez le dirigía la palabra.
Luego empezaron a llegar los bebés. Para ella era un horror, y al mismo tiempo los hijos representaban compañía y un motivo para seguir viviendo cuando ya había pensado en suicidarse.
Los nacimientos (que tuvieron lugar durante doce años) sucedieron sin ningún tipo de ayuda médica. Por toda preparación su padre le dio desinfectante, un par de tijeras sucias y un libro sobre nacimientos de 1960.
Para que no se les ocurriese intentar escapar, Fritzl les dijo que había instalado un mecanismo por el cual las puertas les darían una descarga eléctrica si intentaban abrirlas y se activaría una descarga de veneno que los mataría instantáneamente.
Solía castigarla dejándola completamente a oscuras por días.
Elisabeth se puso a llorar cuando el freezer que él había instalado y llenado de comida para que pudieran comer mientras la familia de arriba se iba de vacaciones se averió y se descongeló.

                         

      El fin del calvario llegó en abril de 2008 cuando Kerstin, la hija de diecinueve años enfermó de gravedad. Fritzl, que no había destacado por su piedad en el pasado, la subió a su Mercedes y la llevó al hospital. En la clínica los doctores quedaron sorprendidos ante la pálida criatura con una dentadura en pésimas condiciones que agonizaba en la sala de cuidados intensivos.
Se hicieron varios intentos mediáticos buscando a la madre de la joven. Elisabeth y los dos niños que estaban en el bunker vieron la televisión y le suplicaron a Fritzl que los dejase salir. Con su poder de algún modo disminuido y la habilidad de mantener separadas a sus dos familias reduciéndose a medida que se hacía mayor, ya había comenzado a pensar en un plan que le permitiese liberar a su hija sin levantar demasiadas interrogantes. Accedió al  pedido y a la gente del hospital le dijo que la familia había escapado de la secta y se había aparecido en la puerta de su casa. Los médicos encontraron todo muy extraño y alertaron a la policía, que separó a la hija del padre, y la amenazaron con presentar cargos por abuso infantil por el estado de abandono que presentaba su hija.
Elisabeth les contó una historia que no esperaban escuchar.


Wednesday, September 4, 2019

Vestidos en llamas

Fotografía: Wellcome Library, London

A mediados del Siglo XIX vestir la última moda podía convertirla en víctima de las llamas, literalmente. Algunas
telas eran altamente inflamables y se producían accidentes que comenzaban con una dama y de haber otra
cerca el fuego del primer vestido se propagaba al siguiente llegando incluso a grupos de mujeres que morían del
mismo modo. Había una coincidencia de circunstancias por las cuales estos vestidos eran particularmente infla-
mables, en principio la tela de la que estaban fabricados (como la muselina de algodón, gasa o tarlatán) que con-
tribuían a dar al vestido cierta magia etérea que contrastaba con la suciedad y la maquinaria de la Revolución In-
dustrial. Aunque fue gracias a esa maquinaria las telas llegaron a mujeres de todas las clases sociales, lo que hizo
que las muertes a causa de las llamas también se propagase.
Estos vestidos, combinado con la luz de las velas y la luz de gas del mundo previo a la electricidad, se cobraron la
vida de muchas mujeres. Matthews David escribió que en el año 1860 una publicación médica (The Lancet) esti-
mó que unas 3 000 mujeres murieron consumidas por las llamas. Dentro del grupo más vulnerable se encontra-
ban las bailarinas de ballet, que usaban a menudo vestidos de tarlatán y gasa, y bailaban cerca de las luces de
gas sobre el escenario. Tal fue el caso de la conocida bailarina Emma Livry, que durante un ensayo en 1862 vestía
un corsé y una falda que asemejaba espuma que le llegaba a las pantorrillas. En cierto momento pasó muy cerca
de las luces de gas y aquel ser de belleza angelical cuyo vestido parecía flotar en el escenario se convirtió en una
columna de fuego infernal que giró hasta que un bombero pudo apagarla. Emma sobrevivió ocho meses para
fallecer víctima de una sepsis que se produjo como consecuencia de una infección provocada por sus quemadu-
ras.
Emma Livry

Un decreto de 1859 obligaba a los trabajadores de teatro franceses a aplicar un ungüento que volvía ignífugas a las telas de los vestidos, pero Emma se negó a usarlas porque hacía que las telas tuviesen un tono amarillento y perdiesen movimiento. Muchas otras bailarinas tenían salarios demasiado bajos que complementaban con atenciones de benefactores masculinos, de modo que no se podían permitir verse menos atractivas vistiendo ropas que no las favorecían tanto. Estas decisiones tenían consecuencias financieras y de seguridad. Aunque a menudo las mujeres pobres no elegían vivir peligrosamente: simplemente vivir era peligroso.
El de Emma no fue un caso extraordinario: en 1861 murieron seis bailarinas mientras intentaban ayudar a una
de ellas cuyo vestido se incendió tras bambalinas. Incluso teatros enteros llegaron a incendiarse.
El 9 de julio de 1861 era un día caluroso. La señora Fanny Longfellow (esposa del poeta, maestro y traductor
estadounidense Henry Wadsworth Longfellow)  había cortado un par de rizos de sus hijos y se disponía a guar-
darlos en un sobre. Al intentar sellar el sobre con cera derretida su vestido se encendió, no está claro si al
derramarse cera sobre la ropa o quizá al caerse una vela. Su esposo, al que los gritos despertaron de la siesta,
intentó ayudarla cubriéndola con una alfombra, que resultó ineficaz por demasiado pequeña, de modo que
apagó las llamas con su propio cuerpo, pero la señora había sufrido ya graves quemaduras.
Fanny Longfellow

Más de cincuenta años más tarde, Annie, la hija menor del matrimonio contaría la  historia de un modo diferen-
te: no tuvo participación vela ni cerilla alguna sino que el fuego se habría originado en un encendedor automá-
tico que cayó al piso. Ambos relatos coinciden en que extinto el fuego llevaron a Fanny a su habitación y llamaron
al doctor. La mujer perdió y recuperó la conciencia durante toda la noche y se le administró éter. Murió pasadas
las diez de la mañana siguiente, luego de haber pedido una taza de café. Las quemaduras que su esposo había
sufrido intentando salvarla le impidieron asistir al funeral. 
Tampoco la nobleza estaba a salvo. El 22 de mayo de 1867 la Archiduquesa Matilde de Austria, de dieciocho años
de edad, se preparaba para asistir a una función de gala en el teatro y se había puesto un vestido de gasa. Como
era costumbre en aquella época, a los vestidos de gasa se les aplicaba glicerina para mantener la tela ahuecada.
Antes de salir quiso fumar un cigarrillo; mientras fumaba escuchó que su padre se acercaba, de modo que escon-
dió tras sus espaldas el cigarrillo, con tanta mala suerte que su vestido tomó fuego. El desgraciado incidente fue
presenciado por miembros de su familia y la joven sufrió quemaduras de segundo y tercer grado en las piernas,
espalda, cuello y brazos. Si bien sobrevivió al incidente inicial, no existía un tratamiento eficaz para las quemadu-
ras, por lo que falleció el 6 de junio. 

Matilde de Austria-Teschen


El 31 de octubre de 1871, en el Drumacon Hotel, en Irlanda, Mary y Emily Wilde, hermanastras del escritor Oscar
Wilde, estaban en una fiesta de Halloween cuando el vestido de una de ellas se incendió mientras bailaba dema-
siado cerca de unos candelabros, la otra corrió en su ayuda con la mala suerte de que su vestido también se pren-
dió fuego. Un amigo las rodeó con su abrigo, las sacó fuera y las hizo rodar por la nieve, aunque ambas termina-
ron con quemaduras de tercer grado. Mary murió el 9 de noviembre y Emily el 21.
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